Sin corazón a la fuerza

 



   Me había convertido en una persona solitaria y fría. Ni si quiera hay cabida en mi mente de lo que solía ser. Esa dulce niña; inocente, alegre y enérgica, él la había matado.

   Mi nombre era María, María Petit, aunque aborrecía ese apellido, por lo que determiné que lo más conveniente era llamarme por el apellido de mi madre, Fontaine. Soy María Fontaine, nacida en Colmar, un pueblo precioso y muy acogedor a sólo tres horas en tren a París, en 1820.

   Los primeros años de mi vida solo vivía con mi madre, los cuales fueron los mejores años de mi vida, aunque tenga un leve recuerdo de ello. Pasaba largas tardes con ella en la cocina, preparando la comida para los días siguientes, ella trabajaba la mayor parte del día y cuando le tocaba descanso una vez a la semana la ayudaba a dejar todo dispuesto para el resto de la semana.

   Mi creador nos abandonó antes de que yo naciera. Cuando mi madre le dio la noticia de que estaba en estado de gracia se marchó y nunca más supo de él, eso fue lo que me había contado pero, lo relacionado con él no me interesaba lo más mínimo, por lo que no sabía más de ese señor.

   Cuando cumplí siete años, un señor alto y corpulento llamó a la puerta de forma enérgica. Mi madre estaba trabajando y yo estaba sola en casa, ella siempre me decía que la única regla era no abrirle la puerta a nadie pero, si en aquella ocasión no lo hacía aquel hombre tiraría la puerta abajo.

—Buenas tardes señor, ¿puedo ayudarle en algo?

—Me facilitaron esta dirección, jovencita. El motivo de mi visita es por la señora Camille Fontaine. —Dijo el hombre en tono casi autoritario —. ¿Es esta la dirección correcta?

—Sí señor, es mi madre.

   Aquel hombre quedó perplejo ante mi comentario. Dijo que de ser así yo era su hija, pero esa persona que se hacía llamar mi padre no me transmitía buenas sensaciones.

   Tras largos minutos de espera apareció mi madre, quedó atónita ante la situación. No era experta ni consciente de ese tipo de coyunturas pero me esperaba otra reacción diferente por parte de ella, en cambio se lanzó a sus brazos llena de dicha y felicidad. Sin pedir explicaciones, sin un mínimo de indignación.

    Ellos retomaron, por donde lo habían dejado; su romance, eso solían decir. Aquella situación no era de mi agrado pero, ¿qué podría hacer yo?. Mi madre siguió trabajando y él se quedaba en casa la mayoría del tiempo, aunque también aportaba algo de dinero, el resto solía gastarlo en alcohol, siempre volvía borracho y oliendo a un extraño aroma fuerte y desagradable.

   Por alguna razón que desconocía se desquitaba conmigo su enfurecimiento. Me golpeaba hasta que se quedaba dormido y en numerosas ocasiones apagaba su cigarrillo en alguna parte de mi cuerpo, creando cuantiosas cicatrices. Un día, me propició una paliza tan inminente que, si no llega a ser por la llegada de mi madre, lo más probable es que hubiera acabado conmigo. Yo solo hacía cubrirme, con mis brazos de escudo en un rincón, cerraba fuerte los ojos y esperaba con ansias que acabara. Aquel día, cuando mi madre apareció, gritó tan fuerte que, por fortuna, se enteraron los vecinos cercanos que no tardaron en aparecer tras sí, proporcionándonos su ayuda. Recuerdo oír voces lejanas y un fuerte pitido en los oídos a causa de los golpes. No recuerdo más porque, acto seguido perdí la conciencia. Desperté en un lugar demasiado blanco y claro, levemente me toque el cuerpo para comprobar si seguía viva.

—¿Cariño? Soy yo, mamá —Miré débilmente a mi derecha y ahí estaba, como si de un ángel se tratase.

—¿Estoy en el cielo? —Logré decir casi en un susurro.

—No hija mía, estás viva y estoy contigo. —Dijo mi madre con la voz rota, casi apunto de echarse a llorar pero parecía estarse conteniendo. Me acarició la cabeza y me dijo —. Perdóname cariño. No comprendo como no pude darme cuenta antes de lo que estaba sucediendo, ha tenido que llegar hasta tal punto…

   Comprendí lo que quiso decir sin necesidad de pronunciar las palabras, pero por suerte ese hombre ya no tendría lugar en nuestras vidas y se habría ido lejos o igual lo habían encarcelado. Esos eran mis pensamientos y quisiera que fueran verdad. A los meses nos hicieron saber que lo encarcelaron esa misma tarde en una prisión cerca de París, la voz se corrió por los presos del motivo de su encierro y ellos mismos acabaron con él hace unos días en el patio. Que no se me malinterprete, nunca le deseé la muerte aunque se la mereciera por todo el daño que nos había causado, pero sentí un gran alivio. Por fin pude dormir sin la sensación de que volvería, pero las pesadillas con él no cesaban y no me dejaban descansar. Sin embargo confiaba que con el tiempo pasaría, me auto convencía que no regresaría y eso ayudaba a calmar mis nervios.

   Pasaron diez años desde que la pesadilla de la cual no lograba despertar acabó. Hacía mucho que no quedaba ni un rastro de lo que solía ser, desde que ese hombre infame apareció pero, ese día, en el que casi puso fin a mi vida, murió algo en mi, para siempre.

   Conocí a un hombre muy apuesto cerca de calles transitadas de comercios. Tuvimos unas breves palabras cruzadas y el atrevido me propuso una cita. Para mí los hombres eran un juguete, los usaba para divertirme y nada más. En los tiempos en los que estábamos estaba mal visto que una dama fuera con aquellas intenciones con los hombres, se las trataba de fulanas y furcias, por lo que mi juego lo ejecutaba con la mayor discreción. No quería que se fuera corriendo la voz de mis artimañas persuasivas.

—No me mal interprete señora, pero yo solo la quiero para un rato. No quiero romperle el corazón. – Soltó el muy ingenuo.

—Yo no tengo corazón, señor. —Contraataqué con una sonrisa de medio lado, maliciosa.


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