Por sorpresa tocó ser princesa

 



   Madeleine era una chica corriente procedente de un pueblo pequeño con pocos habitantes. Desde muy temprana edad trabajaba con su madre labrando la tierra para enajenar los alimentos que se producían de ella. Cuando disponía de un poco de tiempo le fascinaba leer todo tipo de libros y enriquecerse de cultura; en su casa sufrían escasez de numerosas pertenencias pero no escasez en el mundo de las letras. Su padre, cuando vivía, solía decir que era más sustancioso ser acaudalado en mente y alma que serlo por bienes materiales.

   Un buen día, la joven agricultura, había acabado con su quehacer en la tierra y su madre la había mandando al pequeño establecimiento, situado junto al lugar donde residían, para enajenar lo que habían recolectado de la cosecha.

   Se acercó un apuesto mancebo; cabellos oscuros como la noche, mirada que combinaba con su cabellera, tez casi bronceada, impetuoso y con facciones varoniles.

- Buenas tardes señorita – dijo el joven con cordialidad y simpatía – ¿Qué tiene para ofrecerme?

- Buenas tardes, señor. Todo lo que usted puede contemplar es recién recolectado. Si gusta, podría hacerle un precio módico si decide llevarse una generosa cantidad.

   El joven, que se había acercado por su resplandeciente belleza y no por lo que Madeleine estaba comerciando, se introdujo de lleno en su juego de regateo para permitirse unos minutos más junto a ella.

- ¿De cuán generosa cantidad se está conversando, señorita? – Respondió el mancebo con una dulce sonrisa.

- Si se lleva usted este kilo de lechuga le regalo la fruta más deliciosa de mi puesto – dijo Madeleine, intentando que se llevara la verdura que le estaba ofreciendo ya que si no se la llevaba consigo se echaría a perder. Había salido gran cantidad de ella y los clientes habituales no se llevaban más de la necesaria. Tenía que intentarlo.

   El apuesto caballero quedó dudando unos largos segundos, para alargar su estrategia de permanecer allí. Estuvo negociando un poco más hasta que se hizo insostenible y finalmente cedió. Ya debía marcharse. Pero se prometió volver, volver a verla.

   Transcurrieron meses y el joven, Hunter, frecuentaba el puesto de la chica. Casi a diario, siempre a la misma hora. Se habían convertido en grandes amigos, incluso Hunter le propuso que, en uno de sus ratos libres, pasear junto al río que había a tan sólo un kilómetro de allí. Madeleine, que nunca había concurrido otro lugar más que el terreno donde tenían su cosecha y su hogar, se vio arrastrada por el deseo de aceptar pero, su madre, que había oído lo que el joven le propuso a su hija, se negó en rotundo de que su Madeleine pasara tiempo con un hombre de mundo, así es como ella lo percibía y no podía aceptar, en absoluto. Su hija, contrariada, le comunicó a Hunter en un susurro, que en unos días podía pasar un tiempo a solas con él en el transcurso de que su madre fuera a adquirir semillas para la cosecha.

   La chica, siempre obediente, jamás le había llevado la contraria a su querida madre, sentía un dolor profundo por hacer semejante desfachatez pero, Hunter, se había ganado su corazón al completo y, su amor, era el que la guiaba.

   Pasaron los días de forma pausada, Madeleine se sentía extremadamente inquieta por el encuentro que tendría lugar dentro de dos amaneceres, su corazón bombeaba arrítmicamente y se comportaba de manera peculiar ante su madre, hizo levantar sus sospechas pero, lo dejó pasar cuando, de forma inesperada, su progenitora le preguntó sin tapujos que era lo que estaba ocultando, que de no ser nada no comprendía el comportamiento tan extraño que su hija estaba adoptando. Madeleine la tranquilizó con un pequeño engaño; su nerviosismo era causa de las fiestas que se celebraban cada año en el diminuto pueblo donde residían, le dijo que, como ya sabía, le fascinaba ese tipo de evento y que lo esperaba con ansía el resto del año. Su madre se quedó satisfecha tras una larga pausa simulando duda.

   Llegó el esperado día para Madeleine, estaba ansiosa por ver a su amado fuera del espacio limitado establecido para sus enajenaciones. Se encontraron junto al río, como habían acordado días atrás. El joven vestía camisa blanca con cuellos abiertos, mangas un poco abombadas, pantalones que se le ceñía a su cuerpo un poco más de lo que solía ser natural, lucía un peinado desenfadado y vestía la mejor de las sonrisas.

   Cuando la percibió a lo lejos, Madeleine pudo comprobar como se le iluminaba la mirada y su sonrisa crecía, dejando mostrar su perfecta dentadura. Llegó a su altura y tuvo el atrevimiento de sostener su mano; sus piernas quedaron inmóviles ante aquel acto. El aliento cesó en ella cuando se acercó a su oído y susurró con un tono cautivador “estás preciosa”.

   Pasearon cogidos de la mano la mayor parte de la tarde hasta que el sol empezó a caer, dando lugar a un hermoso atardecer, Hunter paró frente a ella, acarició su rostro y se arrodilló a sus pies. No daba conjetura a lo que estaba apreciando ante sus ojos, aquel apuesto caballero iba a pedir su mano, sentía cuantía felicidad que ni si quiera había cabida en su ser para retener tanta dicha.

- Mi amada Madeleine – comenzó a decir Hunter mientras sostenía su mano y la miraba fijamente a los ojos –. Mi corazón rebosa amor infinito por vos, no concibo una vida sin usted por lo que, amada mía, ¿quiere casarse conmigo?

   Ella se sentía volando por lo más alto de los cielos, sentía como su corazón latía desbocado ante aquella proposición, su mente solo podía gritar ‘¡sí, sí, sí quiero!’ pero sus labios no pronunciaba palabra, la inmensa sonrisa se lo impedía. Solo pudo agacharse para llegar a su altura y lo abrazó en respuesta, pero sentía que debía expresar al mundo lo que sentía y, le susurró al oído, porque él era su mundo.

- Sí quiero. Quiero hoy, mañana y siempre ser parte de vos y vos de mí. Quiero pasar los confines de la vida a su lado – logró decir.

- Entonces, amada mía, vayamos a comunicarle la noticia a su madre.

   Su madre, ¿cómo se tomaría semejante propuesta? Ni si quiera aceptaba verse con él, mucho menos aceptaría ese matrimonio, pero debía saberlo, si le expresaban sus sentimientos comprendería que, el corazón, no elige a quien amar y que no existe nada más extraordinario en esta vida como amar y ser amado. Conforme iban llegando donde residía la chica, su temor aumentaba por la reacción que esperaba por parte de su querida madre. Entraron al lugar y por suerte Hunter tomó las riendas del asunto, ella se sentía incapaz de expresar su valentía y declarar los últimos acontecimientos.

- Buenas tardes, señora. Espero que sepa perdonas mi atrevimiento de presentarme en su hogar y comunicarle que su hija y yo… – comenzó diciendo Hunter pero su madre le interrumpió.

- Querido, sabía que este día llegaría. Padecería de ceguera si no hubiera me hubiera percatado de la forma que tenéis de miraros.

- Entonces, madre ¿lo aprueba? – dijo Madeleine con un hilo de voz.

- Hija mía… por egoísmo no quería que te marcharas, sentía miedo de acabar quedándome sola. No tengo derecho a retenerte aquí conmigo, es ley de vida. Solo anhelo tu felicidad y antepuse la mía cuando te pedí que no siguieras lo que dictaba tu corazón, te pido que me perdones.

- Madre, no tengo que perdonarle, no estarás sola, vaya a donde vaya yo siempre estaré para usted.

   Se fundieron en un tierno abrazo por largos segundos, sus lágrimas comenzaron a rozar su mejilla al sentir la calidez de sus brazos, jamás la dejaría en soledad. Aunque una parte de ella sintiera que podía ser así al marcharse con Hunter, nunca se habían separado, solo eran ella y su madre durante años, sabía que el fallecimiento de su padre aún le afectaba, a pesar del tiempo transcurrido y, tras la ausencia de su hija, su desosiego crecería aún más. Le prometió visitarla cada día, no permitiría, ni se perdonaría verla en un estado desfavorable.

   Apenas salir de su hogar, Hunter agarró con firmeza sus manos, la miró a los ojos y dijo, con voz sería, que debía contarle algo.

- Amada mía, hay algo que debes saber antes de convertirnos en matrimonio.

- ¿De qué se trata? – dijo ella con preocupación.

- Sé que debí hacérselo saber mucho antes, pero no encontré ocasión – comenzó diciendo en tono desconfiado, lo que hizo aumentar su cavilación –. Soy el príncipe de esta ciudad. Supuso que si lo sabía cambiaría su forma de verme y quería que me conociera por lo que soy y no por lo que aparento por mi título.

- Sigue siendo la misma persona de la que me enamoré, un título no cambia lo que es usted.

   Hunter y Madeleine se casamos dos meses más tarde, la familia de él la trataba como una hija más, aprendía, poco a poco las labores de princesa junto con la ayuda de todos los integrantes de la familia. Visitaba a su madre cada día como le prometió y ella acudía numerosas veces a palacio a pasar unos días. Tras un año de casados quedó en cinta, trajo a un hermoso varón, heredero al trono. Vivía una vida de ensueño con su querido Hunter y su tan esperado hijo.


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