SUKHA



   Nuestra vida carecía de sustento económico. Mi marido trabajaba gran parte del día para poder traer, apenas, un trozo de pan a nuestro hogar.

   Era irónico, nací en una cuna de oro, toda clase de lujos me rodeaba. Podía disponer de lo que ansiara pero carecía de amor, carecía del cálido refugio de un hogar. Mis progenitores eran propietarios de un importante negocio familiar que, con los años, fue en aumento sus ganancias, disponían de títulos nobles y prácticamente no les costó mucho crecer en el dominio de sus quehaceres gremiales.

  En aquel lugar, desde pequeña, pretendían hacer de mí un títere, era infeliz a causa de las acciones y las represalias que tomaban contra mí cuando salía del camino predeterminado.

   Siempre tuve a mi querida abuela; ella me gratificaba con su amor incondicional, su eternal apoyo, en ocasiones era mi confidente y el refugio de todo mal.

   Edgar ofreció sus servicios de jardinería en la mansión donde residía cuando recién cumplí los diecisiete años. Tenía especial destreza con las flores y, por lo consiguiente, su predilección en este geldre. Cuando lo vi por primera vez mi corazón se contrajo y, a causa de la inquietud, mi vientre. Era un varón alto, moreno, de semblante bondadoso y un tanto enjuto a pesar de su labor en la tierra.

   Padre detestaba cuando me sentaba en la ventana de la antesala a contemplar a Edgar. Varias veces el jardinero oía los gritos desde su posición y veía como miraba con rostro de preocupación a la mansión. Cuando esto pasaba, al día siguiente, le daba una orquídea blanca con una nota de consuelo a la cocinera, la anciana señora me la entregaba con una sonrisa que guardaba aflicción.

   Con sorna pero sin detención se fue adueñando de cada rincón de mi corazón. Nos encontramos sin buscarnos y, mi ser, acabó perteneciéndole de la forma más hermosa.

   Como se esperaba, mis progenitores no aceptaron mi amor por Edgar, fue tan grande mi aflicción que fui en busca de la protección y consuelo de mi querida abuela.

   Me secó las lágrimas y con dulzura me dijo:

—Mi adorable niña, no dejes en el olvido que un corazón herido siempre tiene cura y que las adversidades tienen caducidad—Declaró con persuasión—. Dime, ¿tanto lo amas?

—Con mi alma, mi querida abuela—Dije entre sollozos.

—Alcanza lo que tu alma anhela, persigue tus sueños y vive tu vida, hija mía, eres tú la que vas a vivirla. Nadie puede decidir sobre tu felicidad salvo tú misma—Prosiguió—. Haz siempre lo que tu corazón te dicte y sé feliz. Tú más que nadie mereces serlo.

   Supe de inmediato lo que pretendía hacerme entender, debía elegir mi felicidad, elegir mi propio camino y tenía razón, yo era la única responsable de labrar mi destino por lo que, sin más preámbulo, decidí empezar una nueva vida junto a Edgar, lejos de la mansión, lejos de lo que fui durante tantos años, lejos de la ley estricta de ser alguien que no soy, ni pretendía ser.

   Partimos esa misma noche hasta una casita en el monte situada al otro lado del río. Era un lugar magnífico en plena naturaleza, con el simple y majestuoso canto de los pájaros, el viento acariciando las hojas de las inmensas copas de las árboles y, a lo lejos, el susurro del silbido del río. Sólo con pisar aquel inmenso prado me sentía en paz, me sentía dichosa.

   Tras pasar el inmenso prado nos adentramos a un pequeño pueblo donde los hogares de los pueblerinos estaban situados bastante alejados los uno de los otros. Nuestro pequeño y humilde hogar estaba situado en una de las zonas más altas por lo que, al llegar allí, mi primer entusiasmo fueron las magníficas vistas. Un camino de piedras llegaba hasta la entrada. Era una acogedora cabaña hecha de madera. Al entrar se mostraba extensa; un amplio pasillo en el que se abría el comedor a la derecha; el cual disponía de una chimenea, enfrente el diván y un mobiliario con puertas de cristal donde parecía que había una hermosa vajilla guardada. En la puerta de enfrente se situaba la cocina, con un inmenso ventanal donde se divisaba todo el prado verde. Al fondo se encontraban las alcobas; la más próxima era la principal, algo más espaciosa que la segunda. Un pequeño aseo junto al segundo dormitorio y un porche delantero que alcanzaba, también, una de las esquinas de la estancia.


   Pasaron casi dos años desde que cambié mi lujosa vida por una vida humilde y, a pesar de carecer de numerosas cosas materiales, era feliz, más de lo que jamás antes fui. Dios me bendijo con la hermosa noticia de que estaba en cinta, desde el primer momento ansiaba tener entre mis brazos a mi adorada criatura. Le di la vida a un precioso angelito.

  El sustento económico era escaso, hasta que mi querida abuela, la única persona que siempre estuvo ahí para mí incondicionalmente, la que me amaba por lo que era y no pretendía cambiarme, la persona que era feliz si yo me sentía libre, el motor de mi vida tantos años. Falleció. Dejó un inmenso dolor en mi corazón, dolor imborrable, incalculable, dolor que parecía no tener fin. Esa clase de dolor que brota por todos los poros del cuerpo, los que te desgarran el alma, los que te aprietan tanto que ahogan, hasta quedarte sin aire. En su herencia me dejaba una generosa cantidad de dinero, el cual nos ayudó a vivir cómodamente, nos despedimos de la misera pero seguimos viviendo humildemente.

   Amaneció un día soleado, los verdes prados brillaban bajo la luz del sol y la magnífica montaña acompañaba al hermoso paisaje que contemplaba desde el pórtico de la entrada de mi hogar, con mi mecedora y una taza de café recién hecho encima de la mesa auxiliar situada a mi lado. En mis brazos mecía a mi hijo arropado con una toca de lana celeste que había terminado de tejerle la noche anterior con especial ternura. Lo miré, dormía placenteramente y, al observas sus hermosas y diminutas manitas, sus largas pestañas, sus perfectos labios, su tez clara, suave y angelical… El corazón se me contrajo de felicidad. Y, casi en un susurro, le dedique estas palabras:

—Prometo ser para ti la madre que siempre ansié para mí. Prometo hacerte feliz y te instruiré que debes ser libre. Prometo amarte en todas tus facetas y como decidas ser. Ansío tu sonrisa, porque tus lágrimas, hijo mío, me destruyen. Te aseguro que no carecerás de amor, lo tendrás en demasía. Construiré para ti un hogar, donde siempre quieras volver, donde te sientas protegido, un lugar libre de todo el mal que pueda haber ahí fuera —Se me rompió la voz por un instante, recordaba a mi abuela, todo lo que me enseñó, se lo estaba infundiendo a mi hijo—. Seré tu refugio, el escudo que te proteja. Con tu llegada me mostraste que sí podía ser aún más feliz, más dichosa porque, hijo mío, no hay nada más gratificante para mí que ser tu madre.




 

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